En un lugar de la mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía un hidalgo cuya lanza se encontraba en un lancero, escudo antiguo, caballo flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelo y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún pollo de paloma de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto de ella concluía en capa de velarte, medias de terciopelo para las fiestas, con sus zapatos de lo mismo, y los días de entresemana se honraban con su paño de lo más fino.
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